Habíamos ido allí más veces, pero en esta ocasión era verano. Era una de esas noches cálidas de julio, en las que la temperatura baja poco y todavía se puede palpar el calor agobiante de una tarde excesivamente soleada.
Yo estaba con mis padres y con unos vecinos. No recuerdo porqué fuimos a aquella plaza, pero lo que sí tengo grabado es que, nada más llegar, un perfume me rodeó, me embriagó y me llamó poderosamente la atención.
Yo era pequeño y nunca había reparado en aquellos árboles. Los árboles eran grandes, con ramas enormes y en ellas, aquí y allá, se balanceaban unas flores grandes, blancas, abiertas impúdicamente a los ojos que quisiesen reparar en ellas.
Y cuando logré salir del echizo de aquel aroma le pregunté a mi padre a ver qué flores eran, cómo se llamaban aquellos árboles, por qué olían tan bien.
Y él me contesto: "Es el perfume de la magnolia".
Volví a levantar la vista hacia las copas de los árboles y, en ese momento, una estrella fugaz cruzo el cielo.
Desde entonces me acompañan en mi vida estrellas y magnolias.
Perfume y misterio.